El olor a antiséptico y la luz blanca y dura de la habitación del hospital en Moscú se sentían como una prisión. Vance, recostado en la cama, miraba el techo. Sus costillas rotas dolían con cada respiración, un dolor sordo y constante que era un recordatorio físico de la odisea que había vivido, pero su mente estaba lejos de la agonía. Su mente estaba en Anastasia, la mujer que había sido su infierno y su cielo, y la que lentamente volvía a ser parte de él.
La había dejado en el aeropuerto, en un abrazo que se sintió como una promesa de futuro, y ahora, en el silencio opresivo de la habitación, se sentía solo de nuevo.
El mundo parecía demasiado grande y él, demasiado pequeño.
El sonido de la puerta al abrirse lo sacó de sus pensamientos. Levantó la vista y la opresión en su pecho se alivió al ver a David y Benjamin de pie en el umbral. Sus rostros eran una mezcla de alivio y de rabia, y la tensión en sus hombros le decía que habían pasado por un infierno propio. El peso del mundo en