Los siguientes dos días en la gran casa de un gobernante en el pueblo fantasma de Kadykchan fueron extrañamente en calma. El fuego de la chimenea era un faro de calor en la desolación del invierno, y el crepitar de la madera era el único sonido que se atrevía a romper el silencio. Vance había encontrado un juego de ajedrez en el sótano, y los dos se sentaron en el suelo, el tablero de madera entre ellos, el calor de la chimenea en sus espaldas.
El frío penetrante de la casa abandonada se combatía, en parte, con el crepitar constante de la chimenea. El calor bailaba en la habitación, proyectando sombras alargadas sobre las paredes desnudas. Las piezas, desgastadas por el tiempo, se sentían frías y pesadas en sus manos. El juego comenzó con normalidad, donde Vance pensó que ganaría, y no lo hizo. Sin nada que hacer, comenzaron un segundo, donde Vance, oh wow, volvió a perder.
—No entiendo cómo me has ganado dos veces —dijo Vance, con una sonrisa en el rostro—. Debo de estar oxidado.
Ana