La noche de Kadykchan se cernía sobre ellos, un manto de oscuridad salpicado por el blanco cegador de la nieve. Vance seguía a Anastasia a una distancia prudente, sus botas crujían sobre el hielo mientras intentaba mantenerse al ritmo de su paso firme. El viento aullaba con la furia de una bestia salvaje, empujando copos de nieve contra sus rostros y metiéndose bajo sus ropas, haciendo que el frío calara hasta los huesos.
El cielo era una extensión negra, sin estrellas ni luna, y el silencio, salvo por el viento, era absoluto. No había rastro del avión, ni de los hombres de Anastasia. Estaban solos. Vance, sintiendo que el frío amenazaba con paralizarlo, trotó para alcanzarla. En verdad quería hacer la misma ley del hielo que ella, pero no podía. Esa oportunidad, aunque letal, era oro puro.
—Anastasia, espera. Tenemos que hablar.
—No —respondió ella, sin siquiera mirarlo, su voz era una línea plana que se perdía en el viento.
—No puedes fingir que no estoy aquí —insistió Vance, su ali