ANTONELLA
La perra me mira como si esperara que me retorciera en mi lugar, como si sus palabras tuvieran el peso suficiente para doblegarme.
Ilusa.
Si cree que puede intimidarme con insultos baratos y amenazas veladas, pierde su tiempo.
Sigo mirándola con la cabeza en alto y mi expresión completamente impasible. No le daré lo que quiere.
—¿Terminaste con tu monólogo de perra celosa? —pregunto con una sonrisa cínica.
Su mandíbula se tensa al instante.
Ahí está. Golpeé justo en el centro de su pequeño ego de porcelana.
Da un paso adelante, inclinándose apenas hacia mí. Su perfume caro invade mi espacio, pero no me inmuto.
—Ten cuidado cómo me hablas, zorrita, —su voz es un veneno, pero a mí me da igual—. No tienes idea de con quién estás tratando.
—Y no me interesa saberlo, —respondo con absoluta indiferencia—. Porque, por lo que veo, no eres nadie importante.
Su boca se abre ligeramente, pero se contiene. Le dolió. Lo sé porque sus ojos me atraviesan con furia.
Se endereza de nuevo, re