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Capítulo 5: Heridas que tienen nombre

Ahora fue Lux quien soltó una carcajada, tan inesperada que retumbó en la suite.

                         —¿Qué? —preguntó entre risas, llevándose una mano al pecho—. ¿Casarme contigo?

                         Thiago apretó la mandíbula. Por un instante se sintió estúpido, como si hubiese lanzado una carta demasiado pronto. Pero era la única forma de atrapar su atención, de detenerla antes de que desapareciera por esa puerta.

                         —Te suena ridículo, lo sé —dijo con calma, aunque por dentro hervía—, pero te juro que tengo un plan.

                         —Mire, señor Christensen…

                         —Thiago —la interrumpió con firmeza.

                         —Thiago —repitió ella, con un deje de ironía—, sé que es un hombre bastante poderoso e influyente. Con fetiches particulares como ver a otros tener sexo. Pero ¿recurrir a esto para obtener la atención de una chica? Es bajo.

                         Thiago suspiró. Lo había arruinado, lo sabía. Por un instante sintió que había perdido a Lux para siempre. Pero no podía rendirse.

                         —No busco tu atención —dijo con firmeza, enderezando la espalda—. Busco tu alianza.

        Lux entrecerró los ojos, evaluándolo con detenimiento.

—¿Una alianza?

                         —Sí —respondió Thiago, con la voz grave y controlada—. Pero necesito que me escuches.

                         Hubo un instante de silencio. Lux apoyó una mano en el marco de la puerta, como si aún dudara entre irse o quedarse. Sus labios se curvaron en una sonrisa desafiante.

                         Thiago se inclinó hacia ella, sujetando su mirada con firmeza.

                         —Te prometo que si te quedas, te daré todo lo que necesitas para vengarte… y de paso, vengarme yo también.

                         El brillo desafiante en los ojos de Lux se tornó más intenso, pero ya no era solo burla: era interés. Cerró la puerta despacio y volvió a la mesa, dejando que sus tacones resonaran en el suelo como un compás de guerra.

                         —Está bien… me quedaré —murmuró finalmente—. Pero te advierto algo, Thiago: si me haces perder el tiempo… el próximo café que tome contigo podría ser el último.

                         Lux cerró la puerta y regresó a su lugar en la mesa. Esta vez no tomó el café, solo lo miró con los brazos cruzados.

                         —Te escucho —comentó, con voz firme.

                         Thiago se acomodó en la silla con una calma estudiada, como si todo estuviera bajo control. Se desabotonó el primer botón de la camisa, dejando ver un destello de piel bajo la tela impecable, y se inclinó apenas hacia un lado para tomar la taza. Dio un sorbo pausado, degustando el café, y la volvió a dejar sobre el platillo con una precisión impecable.

                         Se pasó una mano por la mandíbula, acariciando la sombra de barba que endurecía sus facciones, y luego entrelazó los dedos sobre la mesa. Sus ojos, claros y serenos, se fijaron en Lux con una intensidad que parecía leerla sin esfuerzo.

                         Era el tipo de hombre que no necesitaba levantar la voz para imponerse; la seguridad estaba en cada movimiento, en cada pausa. Como si supiera que la historia que iba a contar tenía el poder de cambiarlo todo.

                         —Bien… —dijo al fin, su voz grave y modulada llenando la suite—. Te voy a contar cómo empezó mi guerra con los Mendoza.

                         Thiago tomó un respiro y dirigió su mirada hacia la ventana. La ciudad se extendía bajo sus pies, indiferente, pero sus recuerdos lo arrastraron lejos de ahí.

                         —Tenía una hermana… Camila. Era tres años menor que yo. —Se quedó en silencio un instante, como si pronunciar su nombre aún doliera—. Ella era… luz pura. Tenía esa risa que contagiaba, incluso en los días más jodidos. Estudiaba enfermería. Quería ayudar a la gente, salvar vidas.

Se frotó las manos, inquieto, antes de continuar.

                         —Hace dos años le diagnosticaron una enfermedad rara. Nada terminal, nada imposible de tratar. Su médico le recetó un nuevo medicamento, Medivor. Decían que era un avance, que le daría calidad de vida. Ella confió. Confiamos.

Hizo una pausa, los nudillos tensos contra la mesa.

                         —La primera semana estuvo bien. La segunda, empezó a tener mareos, vómitos, dolores insoportables. Llamé a su doctor, le dije que algo no estaba bien. Me aseguró que eran “efectos secundarios comunes”. Que teníamos que seguir.

Su voz se quebró apenas, pero volvió a enderezarse con dureza.

                         —Dos semanas después… la encontré convulsionando en su cama. Tenía espuma en la boca, los ojos en blanco. La llevé cargando al hospital, pero no llegó viva. Tenía veintidós años.

                         Lux no apartaba la vista de él.

                         —Lo peor… —Thiago apretó los dientes, conteniendo la rabia—. Fue descubrir que Medivor había sido aprobado a pesar de que ya existían reportes internos de fallas mortales. Los Mendoza lo sabían. Sabían que iba a matar. Y aún así, lo pusieron en el mercado, porque cada minuto les dejaba millones.

                         Se inclinó hacia adelante, sus ojos encendidos.

                         —A Camila la enterramos con flores blancas. Mientras tanto, Alma Mendoza desfilaba en portada de revistas y Sergio brindaba con inversores por el “éxito de su innovación”.

                         El silencio cayó como plomo. Thiago respiró hondo, intentando recobrar el control. Lux que lo veía a los ojos sin parpadear. Después, tomó la cuchara y la metió al café. Con un movimiento hipnótico comenzó a moverla en circulos.

                         —Mi padre… él… trabajaba para los Mendoza —comentó Lux, con la voz tan baja que apenas se oía.

                         Thiago abrió los ojos, sorprendido.

                         —¿Cómo?

                         —Él trabajaba en el laboratorio. —Lux tragó saliva antes de continuar—. Fue uno de los primeros en detectar que Medivor no era lo que decían. Descubrió que, en dosis mínimas, podía causar daños irreversibles en el sistema nervioso. Nunca le dijeron que lo iban a lanzar como una simple pastilla para el dolor. Y cuando lo supo, trató de detenerlo.

                         Se le endureció el rostro, aunque sus ojos se humedecieron levemente.

                         —Mi padre denunció a las autoridades, buscó apoyo, intentó al menos retrasar la salida del medicamento. Pero no puedes luchar contra un monstruo así. Los Mendoza tenían poder, contactos, dinero… y lo aplastaron.

                         Lux respiró hondo, clavando la mirada en el vacío.

                         —Yo tenía diez años cuando lo perdí. Dijeron que se había suicidado, que no soportó la presión. Pero yo sé que no fue así. Los Mendoza le quitaron la vida, como le quitaron a tantos otros.

                         Apretó los puños sobre la mesa.

                         —Ese día no solo perdí a mi padre. Perdí a la única persona que tenía en el mundo. Mi madre murió cuando nací, y él era todo lo que me quedaba. Ellos me lo arrebataron, y el mundo aceptó la mentira de que fue un cobarde.

                         Hubo un silencio denso entre ambos. El dolor de Lux flotaba en el aire, tan real como el de Thiago.

                         Ella lo miró entonces, con una mezcla de rabia y determinación.

                         —Por eso no me importa arriesgarlo todo. Porque ya no tengo nada, más que la venganza.

                         Thiago suspiró. Había pensado que la historia de Lux sería más sencilla, más visceral, pero no era así. Sus razones eran incluso más poderosas que las suyas.

                         —Trabajé desde los doce años para poder mantenerme. —Su voz era firme, sin victimismo, como si relatara una parte inevitable de su destino—. Gracias a mis habilidades conseguí becas, me abrí camino hasta llegar a la universidad. Entré a medicina porque necesitaba entenderlos: saber cómo funcionaba su mundo, cómo manipulaban la ciencia, cómo la convertían en un negocio.

                         Sus ojos se endurecieron, fijos en Thiago.

                         —Mi plan era simple. Darle a ese imbécil una sobredosis de su propia medicina y matarlo. Lo hubiese logrado si no hubieras aparecido para interrumpir.

                         Thiago la dejó terminar, observándola con atención. Cuando habló, su voz no fue de reproche, sino de convicción.

                         —Matar a Mendoza no mata su imperio.

Lux entrecerró los ojos.

                         —¿Ah, no?

                         —No —replicó Thiago, inclinándose hacia ella—. Su familia seguiría. Sus hijos, sus socios, los accionistas… todo el engranaje que construyeron permanecería intacto. ¿De verdad crees que un cadáver es suficiente para destruir un monstruo que tiene raíces en todas partes?

                         Lux no respondió de inmediato. Él continuó.

                         —Si quieres vencerlo, necesitas más que una bala, más que una dosis. Necesitas quitarle lo que más valora: su poder, su reputación, su nombre. Y eso… solo se logra desde adentro.

                         Lux rió, incrédula.

                         —¿Y por eso necesitas casarte conmigo?

                         Thiago asintió con serenidad, como si la idea no fuera descabellada, sino la única lógica posible.

                         —Separados, tú y yo no tenemos ninguna razón para entrar en su círculo. —Su tono era calculador, firme, casi quirúrgico—. Para ellos somos simples intrusos: una doctora incómoda y un empresario que no les conviene. Nunca nos dejarían acercarnos lo suficiente—. Se inclinó hacia ella, con los ojos brillando de convicción—. Pero juntos… como un matrimonio poderoso y ambicioso, llamaríamos su atención. Seríamos el blanco perfecto de sus miradas, de su desdén. Nos subestimarían. Y ahí es donde podemos ganar.

                         Lux lo miraba sin parpadear, atrapada entre el escepticismo y la curiosidad.

                         —¿Y qué haríamos como “pareja poderosa”? —preguntó, con un deje burlón.

                         —Yo seré el nuevo jugador en la mesa. Un empresario joven, con capital fresco, ambicioso, con contactos en el extranjero y hambre de expandirme y de invertir. Y tú… serás mi esposa. La mujer que me da legitimidad social, que abre puertas en los eventos, que fascina y provoca en partes iguales.

                         Lux arqueó una ceja, divertida.

                         —¿La esposa trofeo? Qué original.

                         Él negó despacio, sonriendo apenas.

                         —No. Mucho más que eso. Serás la pieza que los confundirá, la que Alma querrá imitar y Sergio querrá poseer. Mientras ellos te miran, mientras creen que eres solo una mujer bonita jugando a la alta sociedad, estarás observando todo. Y yo… fingiré que solo soy otro imbécil enamorado y orgulloso de presumirte.

                         Se inclinó un poco más, bajando la voz.

                         —Tú y yo juntos somos imposibles de ignorar. Solos, no tenemos entrada. Pero como matrimonio, seremos el espectáculo que no podrán dejar de invitar.

                         Lux lo miró en silencio. En sus labios había una sonrisa escéptica, pero en sus ojos brillaba un destello de interés que no podía ocultar.

                         —Y… ¿si no funciona? —preguntó, dejando la pregunta en el aire como un reto.

                         Los ojos de Thiago se clavaron en ella, brillantes, intensos, como si en ese momento no existiera nada más en el mundo. Se inclinó hacia adelante, con una calma peligrosa, y cada palabra salió como una promesa imposible de romper.

                         —Entonces nos habremos perdido juntos en el juego… pero si funciona, Lux… los veremos caer de rodillas.

                         Ella sostuvo su mirada, el aire cargado de tensión y deseo. Podía escuchar su propio corazón latiendo fuerte en el silencio de la suite.

Thiago alzó apenas una comisura de los labios, y con voz firme, sentenció:

—Cásate conmigo y lo descubriremos.

El silencio se volvió eléctrico, como la calma que precede a una tormenta. No hubo un apretón de manos pero ese día, se cerró un trato.

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