El sol de la mañana caía limpio sobre el pasto perfectamente cortado del Club de Golf Imperial. El sonido seco de las pelotas al golpear los palos se mezclaba con el murmullo de los socios y el zumbido de los carritos eléctricos.
Thiago ajustó sus guantes de golf. El movimiento de las manos provocó un leve ardor en la herida del brazo, recuerdo fresco del disparo recibido ayer. No se quejó. Aquella cicatriz era, para él, un recordatorio de por qué estaba ahí: era su oportunidad de estar cara a cara con Sergio Mendoza.
—¿Listo? —escuchó la voz de Nicolás, su amigo, el mismo que le había abierto las puertas al club.
Nicolás Ramírez era un empresario carismático, dueño de una compañía de importación y distribución farmacéutica que recientemente había cerrado varios tratos con el grupo Mendoza. Su habilidad para moverse entre políticos, médicos y proveedores internacionales lo había convertido en un hombre de confianza dentro del círculo.
—Más que listo —respondió Thiago, con una sonrisa