Julio de 1999.
Ciudad de México
Nadie hace fiestas como los Mendoza.
Esa era la frase que corría siempre de boca en boca. Los Mendoza, una de las parejas más ricas de México, siempre hacían fiestas fenomenales, llenas de alcohol, comida fina y drogas, para ese palabra no había filtro. Al ser dueños de una de las primeras grandes farmaceuticas de México, se tenía acceso a ese tipo de “lujos”. Unos que enloquecían a los invitados.
La casa de los Mendoza gritaba fiesta, elegancia, dinero… y un subtexto de sexo en cada rincón. Era una mansión levantada en una de las calles más exclusivas de Lomas de Chapultepec, protegida por muros altos cubiertos de bugambilias y un portón de hierro forjado que se abría solo para unos pocos.
El jardín se extendía como una alfombra verde impecable, iluminado por hileras de luces doradas que colgaban de las palmeras. Mesas altas cubiertas con manteles de lino blanco se alineaban junto a una barra de mármol donde el tequila, el whisky y el champán corrían sin medida.
En el centro, la alberca reflejaba las luces de colores que bailaban al ritmo de la música; flotaban en ella pétalos de rosa y velas, más adorno que utilidad.
Thiago Beltrán, se encontraba paseando a la orilla de la piscina. Jugaba con el poco líquido que le quedaba a la copa de champán, mientras escuchaba a lo lejos la fiesta en todo su apogeo.
Los Mendoza contaban con un espacio que era su sello personal: un foro abierto, una terraza exclusiva diseñada para impresionar. Allí celebraban la mayoría de sus fiestas, decorándola con un lujo calculado que parecía natural, pero que en realidad estaba pensado al milímetro. Las columnas de cantera enmarcaban una pista de baile amplia, pulida hasta brillar, sobre la que se movían parejas al ritmo de orquestas en vivo o bandas de moda contratadas solo para esa noche.
Lámparas colgantes de cristal, dispuestas entre cortinas vaporosas, tamizaban la luz y creaban un ambiente dorado que favorecía tanto los brindis como las miradas cómplices. Mesas altas con arreglos florales exóticos se distribuían estratégicamente, junto a barras surtidas con botellas que no se encontraban en cualquier tienda.
Pero la verdadera razón de esta puesta en escena no estaba en la ostentación, sino en la estrategia. Mientras los invitados se dejaban arrastrar por la música, el alcohol y la conversación superficial, la casa principal quedaba a una distancia prudente, protegida por muros y puertas cerradas. Allí, lejos de los oídos curiosos, se llevaban a cabo las conversaciones importantes: negociaciones discretas, firmas de contratos, acuerdos que nunca serían mencionados en público.
Thiago había logrado colarse hasta la intimidad de la casa principal, lejos del bullicio artificial de la terraza. La fiesta, para él, era un espectáculo vacío: alcohol servido como si fuera agua, drogas que circulaban en bandejas discretas, y sexo que se disfrazaba de baile bajo luces cálidas y risas falsas. Caminó por el borde del jardín, pasando inadvertido entre los grupos de invitados que apenas reparaban en su presencia. En realidad, nadie lo conocía. Había entrado ahí gracias al amigo de un amigo… uno que, para ese momento, ya había desaparecido entre la multitud.
Se dejó caer en una poltrona junto a la piscina, bajo el resplandor suave de las luces flotantes. El reflejo del agua iluminaba sus facciones, pero él no miraba la fiesta; observaba, con el gesto relajado de quien parece descansar, mientras sus sentidos permanecían atentos.
Entonces la vio.
Una joven, vestida con el uniforme de la servidumbre —blusa blanca, falda negra, delantal bien planchado—, cruzó la zona de la alberca y se dirigió con paso decidido hacia la casa principal. Llevaba el cabello corto, a la altura de la mandíbula, con un fleco que enmarcaba sus ojos y acentuaba la determinación en su mirada. No había nada extraño en que el personal entrara y saliera… pero había algo en ella que hizo que Thiago se incorporara levemente.
No supo si era la forma en que no evitaba la mirada de nadie o la precisión calculada de sus movimientos, más firmes y seguros que los del resto del personal. Tal vez era que, incluso con el atuendo sencillo, resultaba peligrosamente guapa, con una presencia que desentonaba con la de los demás empleados.
Movido por una mezcla de curiosidad, instinto y algo más primitivo, se incorporó de la poltrona y comenzó a seguirla, manteniendo la distancia justa para no ser descubierto. No imaginaba que ese impulso lo conduciría directo al corazón del plan de alguien más.
—Veremos que tenemos aquí — murmuró Thiago, bastante interesado por lo que acababa de ver.
Esperó a que la mujer alta y esbelta desapareciera por completo tras las puertas dobles antes de moverse. Con un gesto despreocupado, dejó su copa de champán sobre la mesa y, sin apresurarse, caminó hacia la entrada de la casa principal.
Al cruzar el umbral, lo sorprendió el cambio de ambiente. Afuera, la música y las risas enmascaraban la decadencia; adentro, todo era un templo al lujo. Las paredes estaban cubiertas de obras de arte contemporáneo —óleo, acrílico, incluso algunas esculturas minimalistas—, intercaladas con fotografías de la familia Mendoza posando en galas internacionales, siempre sonrientes, siempre impecables.
El mármol importado brillaba bajo sus zapatos, como si hubiera sido pulido solo para esa noche. Grandes candelabros colgaban del techo, derramando una luz dorada que exageraba cada destello y cada sombra. El aire tenía un aroma denso: una mezcla de flores frescas, madera encerada y un perfume caro que parecía impregnarlo todo.
Thiago avanzó despacio, consciente de que estaba en territorio prohibido para casi todos los invitados. Todo allí gritaba poder, lujo y dinero… un lujo tan perfecto que rozaba lo irreal, como si cada rincón hubiera sido diseñado para impresionar y, al mismo tiempo, intimidar.
La mujer volvió a aparecer en escena. Llevaba una pequeña charola de plata con un vaso lleno de whisky en las rocas. Con la mano libre se acomodó el mandil, y después subió las escaleras con paso firme. A mitad del recorrido, en la primera división, casi resbaló con los altos tacones que llevaba, pero se recuperó con rapidez, como si no quisiera dejar ver que había perdido el equilibrio.
—¿Qué te traes entre manos? —murmuró Thiago, apenas audible, siguiéndola con la mirada desde la penumbra del pasillo. Ella no pareció escucharlo.
En cuanto la joven alcanzó el segundo nivel, él comenzó a subir de dos en dos, cuidando que sus pasos quedaran ahogados por la música de la fiesta. No podía perderla de vista. Alcanzó a verla detenerse frente a una de las puertas de madera maciza, respirando hondo como quien se prepara para una escena importante.
—Un pequeño mal… para hacer un bien más grande —susurró ella, sin saber que él estaba lo bastante cerca para oírla.
Thiago frunció el ceño. ¿Qué demonios acabo de escuchar?
La joven tocó la puerta. Una voz grave respondió desde el interior:
—¡Adelante!Ella entró. En ese instante, su expresión cambió: el rostro serio y tenso se transformó en una sonrisa amplia, tan repentina que a Thiago le pareció inquietante.
—¿Elena, cierto? —preguntó la voz.
—Sí… señor Mendoza —respondió ella, con un tono que sonaba dulce y servicial.
¡Mendoza está ahí! El nombre resonó en la mente de Thiago como una descarga eléctrica. Sintió cómo el corazón se aceleraba y la adrenalina le inundaba el cuerpo. Sin pensarlo, se acercó a la puerta, lo suficiente para entrever el interior: Sergio Mendoza estaba recostado en un sillón de cuero, la camisa desabotonada, el puro encendido en una mano y la otra descansando con soltura sobre el brazo del asiento. La miraba como si ya supiera a qué había venido, aunque no pudiera imaginarlo.
—Aquí tiene su whisky, señor Mendoza —le dijo ella, poniendo el whisky sobre la mesa que estaba al lado del sofá.
Mendoza al sentir cerca a la joven, la tomó de la cintura con fuerza y la jaló hacia él, haciendo que cayera sobre su cuerpo. La joven se rió levemente, con nervios. Thiago vio una pisca de repulsión en su mirada.
La mano de Sergio Mendoza comenzó a recorrer, con deliberada lentitud, la piel descubierta de las piernas de la joven. A pesar de sus cuarenta años, tenía un atractivo que no se desvanecía con la edad; al contrario, parecía que el tiempo lo había pulido como a un diamante.
Su cabello, oscuro con apenas un toque de canas en las sienes, le daba un aire distinguido. La mandíbula marcada y el mentón firme hablaban de confianza, y sus labios, siempre curvados en una media sonrisa calculada, proyectaban una mezcla de encanto y peligro. La camiseta de seda color marfil, desabotonada en el cuello, que dejaba entrever el pecho musculado y bronceado.
Sus ojos, de un marrón profundo, observaban con esa intensidad que podía hacer sentir a cualquiera como la única persona en la habitación… y al mismo tiempo, como una presa bajo la mirada de su cazador. Llevaba un reloj de oro macizo y un anillo de sello en la mano que ahora descansaba sobre la piel de Elena, con un dominio que no pedía permiso.
Era guapo, gallardo y poderoso; el tipo de hombre que podía abrir puertas con una sonrisa… o cerrarlas para siempre con una sola llamada.
—Nunca había encontrado a una servidumbre tan… guapa y joven —le dijo.
—Es que… soy recién recomendada —contestó ella.
Elena podía sentir en su espalda baja, el bulto predominante de Sergio Mendoza, duro tan duro que le sorprendió. Él había tomado mucho, y por experiencia, algunos hombres no tienen la capacidad ni siquiera de sentir una erección. Sin embargo, Mendoza, él estaba listo para poseerla.
—Pues… eres muy buena recomendación, Elena —le murmuró.
Las manos de Sergio Mendoza subieron hacia la parte interior de la falda negra y rozó con delicadeza la braga de la joven. Ella cerró los ojos, sintiendo placer.
—Todavía no estás lo suficientemente… mojada —le dijo él—, déjame ayudarte con eso.
Con lentitud, Mendoza le abrió las piernas a Elena, e introdujo los dedos en su imitadad. Al principio, Elena los sintió fríos, ajenos. Sin embargo, poco a poco, y con los movimientos certeros de Mendoza, comenzó a sentir placer.
—¡Señor Mendoza! —dijo entre gemidos, mientras sentía como se mojaba de placer.
—Quiero que te vengas en mis dedos… hazlo… —le dijo al oído, mientras Elena trataba de controlar los gemidos.
Thiago los observaba desde la única ranura de la puerta. Él también se sentía excitado. Su mismo miembro comenzó a ponerse duro, sólo de ver la escena. No notó que su respiración también se hacía pesada, tratando de controlar el placer.
—Vente, quiero que te vengas en mis dedos.
—Señor… Señor Mendoza —pronunció la chica, retorciéndose encima de él, creando el orgasmo que estaba a punto de explotar dentro de ella.
—Vente… vente… —le ordenaba él con fuerza, sientiendo la contracción de los músuculos vaginales él mismo.
Elena se sostenía como podía del pantalón de mendoza, apretándolo con fuerza, mientras su cuerpo se arqueaba sin que ella pudiese controlarlo. Se vino con fuerza, tanto que gritó sin importarle si la Señora Mendoza la escuchaba, o si llamaba la atención de la servidumbre.
—Eso… así me gusta… —dijo Sergio en voz baja, mientras sacaba los dedos mojados de entre las piernas de Elena.
La joven apenas se recuperaba. Debajo del uniforme, se podían ver sus pechos excitados, duros. Su cuerpo se sentía lleno de adrenalina, listo para el sexo.
—Ponte de pie —le dijo Sergio Mendoza.
Thiago, sin darse cuenta, se encontraba pegado a la puerta, con la piel sensible, y unas ganas increíbles de tocarse mientras veía la escena que estas dos personas le regalaban.
La joven, Elena, se puso de pie. Notó que Sergio Mendoza tenía el miembro erecto y listo para que ella hiciera lo que se le pegara la gana: chupar, besar, tomarlo entre sus manos y masturbalo, hacerlo hasta que él se viniera en su boca o le pidiera más y la cogiera con fuerza sobre el sofá.
—¿Ves lo que provocas? Ahora, ¿qué harás? —le dijo, y cogiendo el vaso con whisky y dándole un sorbo grande.
La chica lo vio con atención. Y una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro.
—Ahora me toca… —murmuró.
Thiago, apoyando contra la pared, intentaba tranquilizarse. La joven, cambió por completo su postura. Pasó de estar de pie, estática frente a Mendoza, a deslizarse hacia él con movimeintos calculados. Sus caderas se mecían en un vaivén lento, casi hipnótico, y la falda del uniforme se alzaba apenas, dejando ver más piel de la que una empleada debería mostrar en una casa que juraba de modestia.
La observaba con atención, pidiéndole a su cuerpo que ya no respondiera, pero era imposible, una vez más su miembro se endureció y esta vez no se limitaría a sólo acariciarlo sobre el pantalón. Sergio la miraba como si le perteneciera, mientras tomaba a sorbos el Whisky. Bajó la mano hacia su pantalón, aflojó el cierre con un gesto lento y confiado. La tela cedió, revelando una presencia firme que hablaba por sí sola, una promesa cargada de poder y deseo.
Elena mientras bailaba lo observaba. Era grande, grueso, duro, robusto como un tronco. Ella comenzó a deslizar sus dedos sobre su blusa y comenzó a quitar los botones. La blusa blanca del uniforme comenzó a aflojarse dejando al descubierto un escote discreto que debaja ver su piel. Uno a uno fue desbotonándola, mientras sus caderas seguían moviendose al vaivén de una música imaginaria. La falda se movía con cada giro, rozando la piel desnuda de sus muslos.
Sergio se temrinó el whisky y luego exhaló profundo, fascinado.
Elena se inclinó hacia adelante, y su cabello enmarcó su rostro mientras dejaba caer la blusa al suelo. Debajo, un sostén negro de encaje abrazaba su figura, más provocación que prenda.
La mujer tenía un cuerpo de curvas generosas y firmes, moldeado con una armonía que atraía miradas sin proponérselo. La cintura estrecha se abría en caderas redondeadas, y bajo la falda se adivinaban unas piernas fuertes y bien torneadas. Había en ella una sensualidad natural, peligrosa, como si supiera que su belleza era un arma… y no dudara en usarla.
Elena se acercó lenta, felina, hasta quedar frente a Sergio Mendoza. Él, recargado en el sillón, la observaba con esos ojos oscuros que ahora parecían más pesados, como si el licor le estuviera adormeciendo los sentidos.
Ella apoyó una rodilla sobre el asiento, luego la otra, y se acomodó sobre él, quedando a horcajadas. Sus manos comenzaron a recorrer el pecho del hombre, desabotonando la camisa de seda con parsimonia, dejando al descubierto la piel bronceada y el torso firme de alguien que aún cuidaba su cuerpo.
Comenzó a mover las caderas sobre él, marcando un ritmo lento y calculado que arrancó un gemido a Mendoza, mezclado con el suyo.
—Me estás provocando… —murmuró, con la voz pastosa, sintiendo cómo el cuerpo se le volvía pesado. —Y apenas vas a descubrir de lo que soy capaz —susurró ella, con una media sonrisa que escondía mucho más que deseo.Thiago, desde la puerta, notó el cambio. Sergio sonreía, pero ya no con la misma picardía; ahora había algo lento en sus gestos, en su respiración. Más maleable… menos alerta.
Elena lo sabía. Y no perdió tiempo. Extendió la mano hacia la mesa lateral, donde descansaba la corbata que él se había quitado al inicio de la velada. La tomó con suavidad, como si fuera un accesorio más en el juego.
—¿Le gusta jugar, señor Mendoza? —susurró, con una voz que era miel y veneno al mismo tiempo.
Colocó la corbata alrededor del cuello de Sergio y comenzó a deslizarla sensualmente, como quien promete un juego erótico. Él dejó escapar una risa corta, complacida, creyendo que era parte de la fantasía.
Pero Thiago lo vio. Vio la tensión precisa en las manos de Elena, el modo en que el lazo se cerraba apenas un poco más de lo necesario, el brillo en sus ojos que no tenía nada de lujuria.
No era seducción.
Era ejecución.Elena comenzó a apretar. El juego cambió de tono en un segundo: el ritmo sensual se volvió un agarre firme, implacable. Sergio Mendoza forcejeó, pero su cuerpo estaba demasiado adormecido. El sonido de su respiración se volvió áspero, entrecortado, hasta que los jadeos se transformaron en un hilo de aire que apenas escapaba de sus labios.
Thiago dio un paso dentro.
—Si lo haces, no lo lograrás —dijo, su voz grave cortando la tensión como una hoja afilada.Elena no se sobresaltó, ni siquiera lo miró al principio. Siguió apretando.
—Lárgate —susurró, como si no quisiera perder el ritmo de la asfixia.—Matarlo aquí solo conseguirá que te cacen sin piedad —insistió Thiago, avanzando otro paso—. Yo sé cómo destruirlo… pero tienes que dejarlo vivir.
Se escucharon pasos acercándose por el pasillo. Pesados. Cada vez más cerca.
Thiago bajó la voz.
—No lo hagas. Déjalo así. Confía en mí. Tengo un plan mejor.Elena vaciló. El sonido de las pisadas y la mirada fija de Thiago le dijeron que, por esa noche, todo estaba perdido. Con un movimiento brusco, soltó la corbata. Sergio cayó hacia atrás, inconsciente, el cuello enrojecido.
Ella respiró hondo, evaluando la situación, y en un segundo tomó una decisión. Agarró a Thiago de la corbata, lo empujó contra la pared y se recargó sobre él. En un solo movimiento, hábil y seguro, le abrió la camisa, dejando al descubierto su pecho.
—¿Qué…? —alcanzó a decir, sorprendido, pero las palabras murieron en sus labios.
Elena lo besó, profundo, con una urgencia que parecía tan real que cualquiera que los viera creería que habían estado buscándose toda la noche. Sus labios ardían contra los suyos, y el contacto de su cuerpo, cálido y firme, hizo que Thiago olvidara por un instante dónde estaban.
Thiago no lo esperaba, pero el calor del momento lo arrastró. Lo que había visto desde la puerta —la curva de su cuerpo, la intensidad en sus ojos, la forma en que se movía— le había encendido una chispa que ahora ardía sin control. Correspondió el beso con igual fuerza, sujetándola por la cintura, sintiendo el roce de su cuerpo contra el suyo. La lengua de Elena buscó la suya con urgencia, y él se dejó llevar, descargando en ese contacto toda la tensión y el deseo acumulados.
El mundo fuera de esa pared dejó de existir: solo quedaban sus respiraciones agitadas, el latido acelerado de ambos y el sabor a peligro mezclado con deseo.
—¿Señor Mendoza? —se escuchó la voz de uno de los guardaespaldas, grave y urgente, justo del otro lado de la puerta.
Elena se separó de inmediato, cubriéndose el rostro con las manos como si quisiera esconder una vergüenza repentina. Thiago apenas pudo reaccionar; su camisa abierta, su corbata ladeada y el calor aún palpitando entre ellos dejaban claro lo que el guardia podía imaginar.
El hombre empujó la puerta y asomó la cabeza. Su mirada recorrió la escena: Sergio Mendoza, despatarrado en el sillón, con el cuello enrojecido, la camisa abierta y un vaso de whisky a medio derramar en la alfombra; Thiago, con el pecho descubierto, y Elena, recogiendo a toda prisa la blusa del uniforme.
El silencio se cargó de insinuaciones.
Thiago se pasó una mano por el cabello, intentando parecer relajado.
—Se quedó dormido… —dijo con una sonrisa cómplice—. Ya sabes, demasiadas copas… y demasiada compañía.
Elena bajó la mirada, fingiendo timidez, como si el momento la incomodara más de lo que realmente lo hacía.
El guardia soltó una breve carcajada, negando con la cabeza.
—No es la primera vez —comentó—. Mejor váyanse antes de que despierte.Thiago asintió y tomó la mano de Elena, guiándola hacia la puerta con paso lento pero seguro. Apenas cruzaron el umbral, la soltó, y sin mirarla demasiado, murmuró:
—Ahora sí, tenemos que hablar.