La luz de la mañana se colaba por los ventanales de la mansión Moretti, bañando de oro los pasillos silenciosos. En la cocina, Enzo terminaba su desayuno con una taza de café aún humeante cuando la voz firme de Alessandro resonó desde el umbral:
—Enzo, ven a mi oficina. Ahora.
El tono no era de enfado, pero sí cargado de urgencia. Enzo alzó la vista, captando el brillo extraño en sus ojos. Dejó la taza con lentitud y caminó sin decir nada hasta el despacho.
Apenas cruzó la puerta, Alessandro la cerró con seguro y lo atrapó entre sus brazos, besándolo con hambre, con necesidad. Sus bocas se encontraron como si la noche anterior no hubiese sido suficiente. Las manos de Alessandro exploraron su espalda, su nuca, aferrándolo como si no quisiera soltarlo nunca más.
—No puedo dejar de tocarte… —murmuró contra sus labios—. Me cuesta incluso respirar cuando estás lejos de mí.
Enzo sonrió, ligeramente burlón pero enternecido.
—¿Y todo esto por un café frío? Qué intensidad.
—No bromees. —Le aca