La música se deslizaba por los salones de la Mansión Salvatore como seda, acompañando la elegante coreografía de saludos, copas levantadas, y sonrisas falsas entre hombres que en cualquier otro lugar se dispararían a matar.
Alessandro permanecía cerca de la gran escalinata central, rodeado por un pequeño grupo de aliados, pero sin prestar verdadera atención a nadie. Su mirada no se movía del cuerpo que se deslizaba entre la multitud con una seguridad inocente: Enzo.
Enzo se detuvo en la mesa de bocaditos, atraído por los dulces cuidadosamente dispuestos en pequeñas bandejas de plata. Tomó uno con los dedos y se lo llevó a la boca sin pensar. Luego, con gesto sutil, tomó un pequeño plato y comenzó a colocar algunos más con la clara intención de llevárselos a Matteo. Era un detalle sencillo, pero humano.
—Me muero por conocerlos —murmuró Enzo por lo bajo, sin darse cuenta de que Donato estaba justo detrás de él.
—¿A quién? —preguntó Donato con ceja alzada.
—A los Carbone. Míralos… son t