Isabel Montenegro no dormía. Desde hacía 36 horas, su mansión se había transformado en una sala de guerra. Pantallas por todas partes, asesores histéricos, teléfonos sonando sin parar. Su rostro mantenía la misma expresión fría, pero sus manos… esas sí delataban el temblor.
Los nombres de Salvador Estupiñán y Helena Ruiz Castaño estaban en todos lados. Portadas, cadenas internacionales, reportes especiales. Hasta el Vaticano había hecho un comunicado ambiguo “en contra del abuso institucional”. Y aunque ninguno había sido capturado aún, estaban oficialmente caídos.
Isabel se levantó de su asiento. Su tacón izquierdo resonó contra el mármol con fuerza.
—¿Dónde está Carlos? —preguntó con una calma que helaba.
—En el búnker de seguridad, Señora —respondió su asistente—. Dice que está “evaluando daños colaterales”.
—Cobarde de mierda —susurró.
Caminó hasta la terraza, encendió un cigarro, y miró hacia la ciudad que alguna vez fue suya. Lo sentía. Por primera vez, no tenía el control total