—¿Listos? —preguntó Valentina con la voz tensa y el dedo temblando sobre el botón de “publicar”.
La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por las pantallas encendidas. Sebastián, con los ojos clavados en el portátil, asintió sin decir una palabra. Tomás, apostado junto a la ventana con los binoculares de largo alcance, no apartaba la mirada de la calle.
—El protocolo de emergencia está activo —dijo Tomás, con tono firme—. Si algo pasa, todos los servidores se encriptan en menos de un segundo. No podrán rastrear ni una sola línea.
Valentina respiró hondo. Estaban a punto de cruzar una línea sin retorno.
—Primer nombre: **Esteban Murcia** —dijo—. Senador. Mano derecha de Isabel Duarte durante quince años. Operador de rutas ilegales. Socio en paraísos fiscales. Facilitador logístico del tráfico de armas en el norte del país.
Arrastró tres archivos: una fotografía tomada en una cumbre secreta en Dubái, un documento que demostraba transferencias trianguladas desde una empresa fanta