La carretera hacia Zipaquirá parecía más larga de lo habitual. Tomás iba manejando en silencio, con una gorra hundida hasta las cejas. Valentina estaba en el asiento del copiloto, mirando por la ventana sin ver nada. Sebastián iba atrás, monitoreando cada vehículo que los seguía, cada curva que tomaban.
—¿Cuándo fue la última vez que estuviste en esa casa? —preguntó Sebastián, rompiendo el silencio.
—Tenía quince —respondió Valentina—. Mamá decía que era una “casa de descanso”. Pero nunca descansábamos ahí. Siempre había reuniones. Gente que no conocíamos. Risas forzadas. Y ese cuarto cerrado con llave.
—¿El de la caja?
—Sí. Nunca me dejaban entrar. Mamá decía que era solo para cosas importantes.
Tomás murmuró:
—Ese cuarto era el corazón de todo. Me metí una vez. Había papeles, pasaportes, fajos de billetes, celulares viejos… Pero lo que más me llamó la atención era una pequeña caja fuerte empotrada detrás del cuadro de San Miguel.
—¿Sabías la clave?
—Nunca. Pero creo que puedo abrirl