La ciudad entera hablaba de la Rosa Negra.
Los noticieros no bajaban la intensidad. Las redes explotaban con hashtags, teorías, indignación y nombres propios. En el fondo, sin embargo, aún nadie dimensionaba lo más importante: la cabeza de ese monstruo seguía viva.
Y su hija acababa de declararle la guerra.
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Valentina se encontraba sentada en el sofá de un departamento temporal. No tenía ventanas, pero las paredes estaban cubiertas con mapas, fotografías, listas de nombres y trazos en hilo rojo. Tomás recortaba artículos de los periódicos y los pegaba con cinta.
—Van cayendo uno por uno —dijo él—. Están como ratas en un barco incendiado.
Valentina asintió, sin emoción. No era victoria. Era solo el primer movimiento.
—¿Crees que ella me va a buscar? —preguntó, con la voz seca.
—Ya lo hizo. Ese mensaje era de ella. Quiere que sepas que está viva. Que te ve. Y que aún lleva la corona.
Valentina sonrió apenas. La ironía era perfecta: había heredado no un legado… sino una guerra.