El contacto llegó puntual.
Cabello blanco, abrigo largo, una carpeta sellada bajo el brazo.
Valentina lo recibió en un café oscuro, lejos del bullicio.
Sin cámaras. Sin nombres.
—¿Qué sabes? —preguntó ella.
—Tu madre no se esconde —respondió el hombre, sin rodeos—.
Gobierna.
Deslizó la carpeta hacia ella.
Valentina la abrió lentamente.
Dentro, documentos con sellos de inteligencia, recortes de prensa censurados, fotografías tomadas desde techos, ventanas, drones.
En todas, una mujer de mirada indescifrable: Isabel Duarte.
—La llamamos “La Rosa Negra”.
Pero su nombre real… solo lo conocen siete mujeres en el mundo.
Siete.
Como un consejo.
Como una corona.
Valentina hojeó sin pestañear.
—¿Y qué hacen?
—Lo que los hombres nunca imaginaron:
justicia desde adentro.
Corrupción disfrazada de ayuda humanitaria.
Desapariciones legales.
Fondos movidos por fundaciones femeninas.
Todas intocables.
—¿Dónde están?
—Se mueven por Europa y Asia.
Usan ciudades como Viena, Estambul, Zúrich.
Pero su bas