El reloj marcaba las 20:46 cuando Valentina cruzó las puertas del Palais Thalberg, en el centro de Zúrich.
Un edificio antiguo, convertido esa noche en el escenario de una gala de arte y diplomacia.
Todo era luces suaves, música de cuerdas, y una élite que reía con copas de cristal en la mano.
Valentina caminó con elegancia entre ellos.
Vestía un vestido rojo carmesí, escote en la espalda, labios oscuros.
Era hermosa. Letal.
Y no era Valentina Duarte.
Esa noche… era Catalina Vera, coleccionista chilena, sobrina de un diplomático ficticio.
Tenía acceso, pase de seguridad…
y una misión:
verla.
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La sala principal era circular, con columnas de mármol y una cúpula pintada a mano.
En el centro, una subasta silenciosa de piezas de arte contemporáneo.
Pero el verdadero espectáculo no era el arte.
Era la gente que lo miraba.
Políticos.
Juezas.
Banqueras.
Mujeres con más poder del que cualquier tribunal podría imaginar.
Y todas parecían girar en torno a una ausencia.
Una figura que aún no ll