Valentina no tocó el vino. No por desconfianza, sino porque necesitaba su mente clara. Sebastián, en cambio, lo degustaba con la soltura de quien está en su terreno. La observaba como un cazador mide a su presa, pero con una curiosidad genuina, como si ya intuyera que esta vez, el juego no sería tan fácil.
—No suelo invitar a nadie a cenar —comentó, dejando la copa sobre la mesa—. Mucho menos a una mujer que investiga mis movimientos.
Valentina entrecerró los ojos. —No estoy aquí para halagos disfrazados de advertencias.
—Y eso es precisamente lo que me gusta de ti —replicó él, sin perder el tono amable—. No eres fácil de impresionar. Ni de asustar. Y aún así viniste.
Ella no respondió. Quiso sostenerle la mirada, pero fue él quien la sostuvo primero. Había una calma en Sebastián que desarmaba. No era arrogancia, era otra cosa: una seguridad afilada como una navaja que no necesitaba levantar la voz.
—¿Te has preguntado alguna vez, Valentina, qué se siente vivir sin miedo? —preguntó, c