El murmullo se apagó cuando las puertas principales del salón se abrieron.
Como en una película perfectamente coreografiada, todos los rostros giraron hacia la entrada.
Y ahí estaba él.
Sebastián Reyes.
Impecable.
Traje negro a la medida, corbata de seda y una presencia que llenaba el salón con una mezcla venenosa de poder y arrogancia. Sus pasos eran seguros, lentos, como quien sabe que el mundo entero le pertenece.
Los flashes de las cámaras, las sonrisas forzadas, los brindis hipócritas... todo giraba a su alrededor.
Valentina lo vio desde la barra y por un instante el aire se le escapó del pecho.
A pesar del odio que le hervía en las venas, su corazón traicionero recordó por qué alguna vez estuvo perdida en él.
Porque Sebastián Reyes no solo era un criminal.
Era el pecado más irresistible que había cruzado su vida.
Tomás notó la tensión en su hermana y murmuró, sin apartar la vista:
—Ahí tienes a tu diablo, Val. ¿Preparada para bailar?
Ella apretó los labios y dejó la copa sobre l