La finca de Isabel Duarte en Anapoima amanecía bajo una bruma espesa. El sol apenas rozaba las hojas de los guayacanes cuando ella se sirvió su primera copa de vino, vestida con una bata de seda marfil, más por costumbre que por placer. Ya no encontraba sabor en nada. Ni en el vino caro. Ni en la tranquilidad aparente de su refugio.
Frente al ventanal, contemplaba el jardín con una inquietud que no sabía nombrar. Su cuerpo estaba quieto, pero su mente hervía como agua contenida en una olla a presión. Las noticias llegaban en susurros, como mensajes codificados que apenas podía descifrar. Detenciones aisladas. Filtraciones anónimas. Renuncias súbitas.
Y un silencio incómodo que lo envolvía todo.
—¿Y Salvador? —preguntó al teléfono, sin quitar los ojos del horizonte.
Del otro lado de la línea, hubo un breve titubeo.
—Desaparecido. Su jet nunca aterrizó en Panamá. No hay registros. Las cámaras del aeropuerto están inhabilitadas. Es como si nunca hubiera salido del país.
Isabel dejó la co