El reloj marcaba las 6:44 a. m. cuando se publicó el primer fragmento.
Un hilo en X (antes Twitter). Un video de treinta segundos. Una imagen borrosa del organigrama de poder. Unas siglas. Nombres tachados. Flechas que apuntaban en direcciones oscuras. Y una frase que heló la sangre de todos los que sabían cómo leer entre líneas:
> “Esto no es una conspiración. Es un mapa. Y recién estamos empezando.”
En menos de veinte minutos, el hashtag **#RedDuarte** era tendencia global.
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Valentina observaba la pantalla de su portátil en silencio, sentada en una cafetería anónima del centro de Bogotá, con una gorra beige y gafas oscuras. Tenía el rostro sereno, pero la respiración medida, casi militar. Cada publicación era parte de una coreografía previamente diseñada con precisión quirúrgica.
Víctor, al otro lado de la mesa, revisaba los comentarios en tiempo real.
—Funcionó. Ya están entrando en pánico —murmuró sin levantar la vista.
—¿Quién picó primero? —preguntó Valentina.
—La ministra de