La madrugada en Bogotá era densa, fría y húmeda. La niebla envolvía la ciudad como una sábana pesada, cubriendo sus secretos. En el aeropuerto militar de Catam, un jet privado estaba listo para despegar. El piloto revisaba los controles. Dos auxiliares de vuelo esperaban la señal. Todo parecía en orden.
Excepto por el pasajero principal.
Salvador Ordóñez, el contador más temido del país y guardián de los secretos financieros de Isabel Duarte, sudaba bajo una camisa de lino carísima que no lograba ocultar el temblor de sus manos. Se había movido rápido desde la orden de Isabel: quemar rastros, desaparecer fondos y volar fuera del país. Era el último eslabón con acceso completo al sistema.
—Ni una palabra. Ni una mirada. Ni un error —le había advertido Isabel, unas horas antes, con esa voz suya que sabía cómo perforar hueso.
Y Salvador, leal por miedo más que por convicción, obedeció. Pero cometió un error imperdonable: subestimar a Valentina Duarte.
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A escasos kilómetros