La noticia llegó como un susurro maldito.
—Lo encontraron muerto esta mañana en una bodega al sur de Bogotá —dijo Tomás, con el teléfono aún temblando en la mano—. Jaime… Jaime está muerto.
Valentina se quedó en silencio. Sus ojos lo buscaron, pero él no la miraba. Estaba helado. Tenso. Como si el alma se le hubiera retirado del cuerpo solo por unos segundos.
—¿Cómo? —preguntó finalmente, con la voz entrecortada.
—Un disparo limpio al corazón. Dicen que fue un robo, pero… —Tomás apretó los dientes—. Fue ella. Fue Isabel.
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Tres días después, llegó el paquete.
No tenía remitente. Solo una dirección y su nombre, en mayúsculas. TOMÁS DUARTE.
Dentro, una caja de madera oscura. Una carta escrita a mano. Un USB sellado con cera. Y una copia de un testamento notariado a su nombre.
Tomás leyó en silencio. Luego colocó el USB en el portátil.
La voz de Jaime llenó la habitación. Su rostro aparecía en pantalla, envejecido, con los ojos rojos y la voz ahogada por las emociones que ya no podía g