La ciudad había despertado distinta.
No por el ruido de las ambulancias, ni por las sirenas políticas, ni por los titulares. Despertó… porque la gente lo hizo primero.
Desde las primeras horas de la mañana, calles enteras comenzaron a llenarse. No había banderas. No había líderes. Solo una frase escrita en carteles improvisados, pintada en murales, tatuada en los ojos de miles:
“Que arda la verdad.”
No fue organizada por Valentina. No fue promovida por Tomás ni por Sebastián. No fue una estrategia. Fue el eco inevitable del alma colectiva.
Niños con camisas blancas. Madres con fotografías colgadas al pecho. Jóvenes cubriéndose el rostro. Ancianas con bastones de dignidad. Víctimas. Sobrevivientes. Periodistas. Médicos. Profesores. Exmilitares. Todos caminaban.
Cientos. Luego miles. Luego… una marea humana.
La Plaza de Bolívar estaba irreconocible. Las columnas del Capitolio temblaban no por un terremoto, sino por el peso de la historia que venía marchando.
Valentina no pensaba asistir