El reloj marcaba las 3:14 p. m. cuando Sebastián se adentró en el viejo parqueadero de un hostal clausurado en el centro. No llevaba guardaespaldas. Solo una carpeta bajo el brazo y un teléfono grabando en el bolsillo interno de su chaqueta. Sabía que esto podía salir mal… pero si quería que alguien hablara, tendría que ser así: solo, directo, sin máscaras.
Al fondo, en una mesa de plástico, lo esperaba Franklin Ríos. Antiguo contador de la red. Borracho, resentido… y asustado. Tenía los ojos hundidos, el alma rota, pero aún conservaba algo que a Sebastián le interesaba: acceso a las finanzas ocultas.
—¿Qué quieres? —dijo Franklin sin rodeos—. Te creí muerto. O desaparecido. O… peor.
—No estoy muerto. Pero sí harto. —Sebastián dejó la carpeta sobre la mesa—. Aquí hay extractos, pruebas, movimientos bancarios. Te delatan. Pero también pueden salvarte.
Franklin dudó. Luego hojeó las hojas. Sus dedos temblaban.
—¿Y qué gano yo?
—Inmunidad parcial. Protección. Y la oportunidad de limpiar