Tomás había salido al amanecer. Sin dar demasiadas explicaciones, solo dijo que tenía que mover algunos hilos, contactar a una vieja aliada de Isabel, y que volvería antes del anochecer.
Valentina, por primera vez en días, se quedó sola en aquel apartamento temporal. O casi sola.
El timbre sonó a media mañana. No era un mensaje, ni una llamada. Era él. Sebastián.
Estaba de pie, apoyado contra el marco de la puerta con una camisa negra arremangada, los primeros botones desabrochados, y ese aire de hombre que no pide permiso para entrar en la vida de nadie, simplemente lo hace.
—¿No vas a invitarme a pasar? —preguntó con una sonrisa ladina.
Valentina lo miró en silencio por unos segundos, como si estuviera calculando el precio exacto de su debilidad. Luego dio un paso atrás, dejándolo entrar.
—¿Cómo supiste dónde estoy?
—Tengo mis formas —respondió él, paseando la mirada por la sala con calma, como si la estuviera reclamando como suya—. Y un par de amigos que me deben favores.
—Claro —r