El silencio era un peso. Una manta gruesa y asfixiante que se posaba sobre mi cuerpo, tan pesada como la oscuridad en la que vivía. Mis gritos, en los días que habían pasado, se habían vuelto susurros, y ahora, apenas podía emitir un sonido. Mi garganta era una herida abierta, y cada intento de hablar era un tormento. El catre de metal era frío y mi cuerpo, cubierto de llagas por las cuerdas y la incomodidad, estaba entumecido. La humillación era mi compañera, una sombra que me seguía en el silencio, un recordatorio constante de mi impotencia. Intentaba no pensar en Dumas, en Layla, en mi taller. Intentaba no pensar en el pasado, porque el pasado dolía más que el presente.
El sonido de la puerta al abrirse, un chirrido de metal oxidado, me hizo tensar. Levanté la cabeza de la almohada de trapo y vi la figura de Lucas, su silueta oscura contra la luz brillante de la bombilla en el pasillo. No llevaba la capucha, y su rostro, esa cara que alguna vez me pareció atractiva, ahora era una má