La mañana llegó con una claridad extraña, como si el cielo de Bogotá no supiera si llorar o brillar.
El aire tenía ese olor metálico que deja la lluvia sobre el asfalto, y yo sentí que todo —la ciudad, la gente, el ruido— se detenía antes del juicio final.
Esa mañana la junta directiva de Rivas Couture se reuniría para decidir el destino de la empresa.
Y, aunque todos lo sabían, lo que en realidad se decidiría era algo mucho más personal: nuestra verdad.
Lucía entró en mi oficina con su acostumbrada energía, pero esta vez la noté distinta. Tenía las manos entrelazadas, y su sonrisa —aunque presente— no logró ocultar la preocupación.
—Hoy todo cambia, ¿verdad? —dijo en voz baja.
Asentí, sin fuerzas para fingir calma.
—Sí. Pero no sé si para bien o para mal.
Lucía me tomó las manos con firmeza.
—Tú has sobrevivido a cosas peores. Si tu madre levantara la cabeza, estaría orgullosa de ti.
Esa frase me golpeó el corazón.
Cada paso que daba dentro de esa empresa lo hacía con el fantasma