El amanecer encontró a Bogotá envuelta en una neblina espesa, como si la ciudad quisiera esconderse de todo lo que había sucedido la noche anterior.
Yo tampoco quería salir de la cama. No por cansancio, sino porque por primera vez en mucho tiempo, me daba miedo enfrentar el día.
La carta de mi madre seguía sobre la mesa, doblada con cuidado. La había leído tantas veces que ya me sabía cada palabra, cada trazo de su letra.
Era su voz hablándome desde el pasado, su advertencia hecha ternura y dolor.
A veces, cuando el ruido del mundo se calla, lo único que queda es la verdad… y la verdad duele.
Alejandro dormía a mi lado, exhausto. Tenía una mano sobre mi cintura, como si incluso dormido necesitara asegurarse de que seguía allí.
Me quedé observándolo unos minutos, estudiando la forma en que su respiración se calmaba, la curva de su mandíbula, las sombras bajo sus ojos.
El hombre que todos veían como un imperio hecho carne era, en ese momento, solo un ser humano intentando no derrumb