Un año después, Bogotá volvió a vestirse de luces.
El aire tenía ese brillo especial que anuncia el cambio de temporada: vitrinas decoradas, calles llenas, revistas hablando del futuro de la moda latinoamericana.
Y entre todo ese ruido elegante, un nombre seguía brillando en los titulares: Rivas Couture.
Pero esta vez, no era solo el nombre de una marca.
Era una historia.
Una historia que habíamos tejido entre lágrimas, diseño y amor.
Yo observaba el desfile desde los bastidores.
Las modelos esperaban su turno, los técnicos corrían de un lado a otro, y las luces cálidas se reflejaban en las telas suaves de mi nueva colección.
Esta vez, el cierre no lo firmaba solo yo.
Llevaba dos nombres entrelazados:
“Montoya & Rivas.”
Alejandro había insistido en eso, aunque yo no quería.
Decía que los nombres debían quedar juntos, no por poder, sino por memoria.
—Los nombres cambian —me había dicho una noche—, pero las huellas que dejamos en lo que amamos son eternas.
…
Mientras me ajustaba