La carta que encontramos en mi apartamento no dejó lugar a dudas: estaban dispuestos a todo. Alejandro había pasado la noche en vela, revisando llamadas, reforzando la seguridad y hablando con abogados de confianza. Yo, en cambio, apenas podía controlar el temblor de mis manos.
—Isabella —me dijo al amanecer, con la voz grave y cansada—, de ahora en adelante no darás un solo paso sin escolta.
—Alejandro, no quiero convertirme en una prisionera…
—Prefiero verte enfadada conmigo que verte herida —respondió, tomándome la mano con fuerza—. No voy a permitir que nadie te toque.
Esa mezcla de firmeza y ternura me hizo llorar. Lo abracé con desesperación, consciente de que lo que compartíamos ya no era un secreto romántico, sino un blanco en la mira de alguien poderoso.
…
Horas después, Diego nos reunió en su oficina. Sobre la mesa había mapas, fotografías y documentos confidenciales.
—He seguido el rastro del dinero que financió a Carlos —dijo señalando unas transferencias—. Todo conduce a