Los días siguientes a la última amenaza fueron un infierno disfrazado de rutina. Alejandro y yo tratábamos de mantener la calma frente a la junta, frente a los empleados, frente a la prensa… pero cada vez que nos quedábamos solos, sabíamos que estábamos caminando sobre un campo minado.
El sobre con aquella advertencia aún me quemaba en el bolso. No se lo mostré a Alejandro. Una parte de mí pensaba que protegerlo era ocultarle cosas, aunque en el fondo supiera que ese silencio podría convertirse en un arma contra nosotros.
Esa mañana, mientras revisábamos avances de la colección, Alejandro se mostró más tenso de lo habitual.
—Anoche recibí una llamada extraña —confesó sin mirarme, mientras pasaba las páginas de un informe—. Una voz distorsionada me advirtió que dejara de “jugar con fuego”.
Sentí cómo la sangre se me helaba.
—¿Y qué piensas hacer? —pregunté, intentando que no notara mi nerviosismo.
—Lo mismo de siempre —respondió con firmeza—. Seguir adelante. Pero sé que no puedo subes