En cuanto Johannes dejó caer la llave que guardaba en su bolsillo, Estefanía la cogió y pudo abrir la puerta para salir corriendo. En su habitación, se desplomó y lloró con la mitad superior del cuerpo sobre la cama.
Temblaba y las palmas le ardían. Todavía sentía en ellas la dureza cruel del látigo, palpitando contra su carne.
Él la había presionado, la había arrinconado... ¡No le dejó escapatoria!
El dolor ahogado que le apretaba la garganta desde que regresara a su departamento había gritado. Gritaba el nombre de Johannes y, por su causa, ahora estaba sin aire.
«Hazme lo que desearías hacerle a él», había sido el conjuro de Williams para exorcizarla, para terminar ambos de romperse.
Con el rostro hundido entre las sábanas, Estefanía gritó. Quería deshacerse en aquel sentir explosivo.
Arrodillado en el piso de la habitación, cerca del patio, Johannes inhalaba. Hacía mucho que el aire no le sabía tan liviano y delicioso. Las laceraciones en la espalda eran las grietas por donde