Estefanía llevaba un buen rato mirando por la ventana, tal y como hacía su jefe en los momentos de ausencia. No importaba la amplitud del terreno al exterior; la pequeña habitación era su refugio, como debía serlo la oficina para Williams.
Si tan solo hubiera mantenido la boca cerrada, los recuerdos no estarían ahora atormentándola, cubriendo su cuerpo de vergüenza, reprobación y culpa. Quería irse lejos, donde nadie la conociera ni supiera lo que se escondía tras sus ojos.
Un golpe en la puerta la sobresaltó.
—Servicio a la habitación —anunció una voz masculina.
Pensando que debía ser el analgésico que había pedido, fue a abrir. Se encontró con Johannes, quien entró sin esperar una invitación.
—No puedes salir corriendo así en medio de una conversación. Dejaste tu auto, me dejaste a mí y dejaste tu departamento.
—No debí haber dicho nada, yo no... No pasa nada, ¿podemos olvidarlo? —se retorcía los dedos mientras en su rostro seguían dibujados los caminos de sus abundantes