La luna llena se alzaba imponente sobre el bosque, bañando todo con su luz plateada. El aire vibraba con una energía primitiva que erizaba la piel. En el claro, donde los árboles formaban un círculo perfecto, Brianna permanecía inmóvil, con el corazón martilleando contra su pecho.
No era Damien quien la observaba desde el otro lado. No del todo.
Sus ojos, normalmente de un azul glacial, ahora brillaban con un resplandor ámbar que cortaba la oscuridad como cuchillas. Su postura era diferente: más baja, más animal, con los hombros encorvados y las manos —que comenzaban a transformarse en garras— crispadas a los costados. Un gruñido bajo y continuo emanaba de su garganta.
El Testigo, un anciano de la manada con el rostro surcado por cicatrices antiguas, se mantenía a una distancia prudente, observando con expresión grave.
—No te acerques más —advirtió a Brianna con voz tensa—. El humano está atrapado. Su lobo ha tomado el control.
—¿Qué significa eso? —preguntó ella sin apartar la mirada