La mañana siguiente amaneció con un cielo despejado que contrastaba brutalmente con la tormenta que se gestaba dentro de la mansión Delacroix. Clara había decidido llevar a Sophia al jardín, necesitando desesperadamente escapar de las miradas acusadoras y la atmósfera sofocante de la casa. El aire fresco y el espacio abierto le ofrecían al menos la ilusión de libertad.
Sophia había estado particularmente inquieta desde el día anterior. La niña se aferraba a Clara con una intensidad que rozaba la desesperación, como si temiera que en cualquier momento alguien vendría a arrancarla de sus brazos. Ahora, mientras caminaban por el sendero que bordeaba el lago ornamental, Sophia mantenía su mano firmemente entrelazada con la de Clara.
El lago era una estru