El salón de los Delacroix resplandecía bajo la luz dorada de las velas. La cena había concluido y los invitados se dispersaban en pequeños grupos, formando constelaciones de conversaciones y risas contenidas. Clara permanecía junto a la ventana, observando su reflejo difuso en el cristal, sintiendo que habitaba dos mundos a la vez: el de Clara Morel, la institutriz, y el fantasma de Evelyn D'Armont que se negaba a desaparecer.
Victor Delacroix se acercó a ella con la elegancia de un depredador. Su sonrisa, calculada y fría, contrastaba con el brillo peligroso de sus ojos azules.
—Señorita Morel —pronunció su apellido con una entonación que sugería duda—. Qué curioso encontrarla siempre tan... solitaria.
Clara se tensó, pero mantuvo la compostura. El corsé parecía apretarse alrededor de su pecho, dificultándole la respiración.
—Señor Victor, no sabía que mis hábitos sociales fueran de su interés.
—Todo lo relacionado con esta casa es de mi interés —respondió él, acercándose un paso más—