La tarde caía sobre la mansión Delacroix con una calma engañosa. Clara había terminado sus labores en la biblioteca, organizando meticulosamente los volúmenes que Lord Adrian había dejado dispersos tras su última noche de insomnio. Sus dedos recorrieron el lomo de un ejemplar de poesía romántica, preguntándose si aquellos versos habrían resonado en él como lo hacían en ella.
Un estruendo seguido de un grito ahogado rompió la quietud. Clara dejó caer el libro y corrió hacia el origen del ruido: el salón de música. Al llegar, encontró a Sophia en el suelo, rodeada de partituras esparcidas y con una expresión de dolor que contraía su rostro infantil. La pequeña se sujetaba el tobillo con ambas manos.
—¡Sophia! —exclamó Clara, arrodillándose junto a ella—. ¿Qué ha ocurri