—Tú ya eres mía. Solo mía. Hasta que yo decida si te quiero dejar ir…
El aire en torno a los dos se hizo delgado y difícil de respirar. El silencio parecía una cuerda tensa a punto de romperse. Emilia entrecerró los ojos, calculando qué tan cabreado estaba Alexander.
Este era un depredador que acababa de marcar su territorio, concentrándose en ella esperando alguna reacción. Su mirada oscura estaba cargada de una mezcla de triunfo y algo más profundo, algo que Emilia no estaba segura de querer descifrar.
Pero lo más exasperante fue lo ridículo que le pareció todo.
«Un poco más y comienza a hacer orinarse por las esquinas…»
Tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar la carcajada. La comicidad de esa imagen mental le dio un respiro. Trató de disimular la risa con una tos seca, como si estuviese aclarándose la garganta.
—¿Esa frase te funciona todo el tiempo? —inquirió cínica, empujándolo con suavidad para que se apartara, pero fue inútil; cruzó los brazos y se recostó contra la pared con