Capítulo 4: Marcas de carmín

El despacho de Alexander Sidorov en el restaurante La Espiral estaba impregnado por un ambiente de lujo sobrio. Las paredes, revestidas con madera oscura y adornadas con discretos toques dorados, reflejaban la personalidad de su propietario: Elegante y misterioso.

Alexander estaba de pie junto a un estante de madera y cristal lleno de botellas de licor selecto, meditando con una leve sonrisa sobre cuál bebida escoger; parecía de buen humor.

Mientras, Katerina sentada en un sillón de cuero negro, cruzaba las piernas con estudiada elegancia, dejando al descubierto la perfecta curva de un muslo suave, sensual, de piel tersa como alabastro. Su perfume, dulce y envolvente, llenaba sutilmente el aire entre ambos.

—Sabemos quién está filtrando información —explicó Katerina, sus labios dibujaron una mueca desdeñosa, su dedo se deslizó por el borde de la copa—. Pero aún no tenemos pruebas concisas.

Alexander ladeó la cabeza, sus ojos oscuros, insondables. Con un movimiento de mano le indicó que continuara. Su calma era una fachada perfectamente construida; era una montaña inescrutable que no se sacudía con nada, incluso si la tierra debajo de sus pies estallaba en un terremoto. Sin embargo, los que lo conocían, comprendían muy bien que, detrás de esta, había un hombre con poca tolerancia.

Y si se trataba de traidores, ni siquiera existía la misericordia.

—Si Viktor tiene un pie dentro de nuestras operaciones, lo sabremos pronto. Ivan ya está siguiendo el rastro —continuó Katerina, dejando escapar un suspiro antes de beber un sorbo de su martini.

—Eso no es suficiente —respondió Alexander en voz baja, casi un gruñido contenido. Sus dedos acariciaron la elegante botella del estante, luego se encaminó a su escritorio, y se sentó en su silla antes de tomar su teléfono y marcar un número con precisión—. Ven.

Sophia apareció en cuestión de segundos, siempre impecable, siempre lista. Le dedicó una mirada de reojo a Katerina y luego la ignoró por completo.

—Necesito que envíes a la camarera nueva, Emilia —ordenó Alexander sin mirarla—. Tráela aquí.

Sophia parpadeó algo sorprendida, pero no dejó que eso nublara su profesionalismo.

—Enseguida, señor Sidorov —asintió y se retiró con una leve inclinación.

En la cocina, Emilia terminaba de apilar platos sucios de su último servicio cuando la figura rígida de Sophia apareció en el umbral. Su rostro era tan severo como siempre, pero sus ojos brillaban con una pizca de algo que Emilia no supo identificar. ¿Desconfianza? ¿Desdén? ¿Lástima?

—El señor Sidorov ha pedido que atiendas su despacho personalmente —informó Sophia, sin molestarse en suavizar el tono—. No hagas preguntas, solo hazlo bien.

Emilia sintió que su estómago se encogía. La mera mención del nombre de Alexander bastaba para ponerla nerviosa.

—¿Por qué yo? —abrió la boca sin siquiera pensarlo—. Hay empleados con más tiempo que yo.

—Te dije que no hicieras preguntas —le recordó con rigurosidad—. Si el jefe pidió que fueses tú, solo debes hacerlo.

Emilia Asintió en silencio mientras se apresuraba a preparar una bandeja con dos flautas de cristal, una botella de vodka perfectamente enfriada dentro de una cubitera con hielo y una coctelera de acero. Su mente giraba en torno a su breve encuentro anterior.

La mirada de ese hombre… un abismo que deseaba evitar a toda costa.

«¿Para qué querrá verme?»

Con pasos medidos, subió las escaleras y recorrió el pasillo hacia el despacho. Las puertas de madera oscura, ornamentadas con detalles tallados, se alzaban imponentes. Emilia respiró hondo antes de llamar con los nudillos.

—Adelante.

La voz de Alexander resonó al otro lado como un mandato ineludible. Con cuidado, abrió la puerta y entró sosteniendo la bandeja con firmeza.

El despacho era una representación exacta del hombre que lo habitaba: lujo contenido, líneas elegantes, un ambiente oscuro de control absoluto.

Katerina Volkova estaba sentada en un sillón, sus piernas descansaban cruzadas con una gracia sensual casi estudiada. Alexander, en cambio, volvía a estar de pie junto al estante de cristal lleno de botellas de licor selecto. Sus ojos se posaron en Emilia tan pronto como cruzó el umbral, destellando con renovado interés.

—Sirve las bebidas —ordenó Alexander, indicando la mesa de cristal frente a ellos.

Con movimientos precisos, Emilia colocó la bandeja y destapó la botella. Vertió el vodka en la coctelera con cuidado, sin derramar una gota, mientras sentía la intensidad de los ojos de Alexander siguiéndola. Su nerviosismo aumentó con cada segundo bajo esa mirada, una mezcla de fascinación y amenaza que la hacía sentir expuesta.

Agitó la coctelera un par de veces, luego sirvió ambas flautas con el líquido helado.

Katerina, consciente del cambio en la atención de Alexander, decidió actuar. Se levantó del sillón y caminó hacia él con un aire lánguido, como un gato acechando su objetivo. Se colocó junto a Alexander y pasó un dedo por el cuello de su camisa, desabrochando un botón con un gesto casual.

—Alexander, no seas tan frío con la señorita Collins. Podría pensar que no somos buenos anfitriones —dijo con una sonrisa felina, sus palabras impregnadas de un veneno sutil.

Emilia mantuvo la vista baja, concentrándose en depositar la coctelera de nuevo en la bandeja, enderezándose con rapidez, pero no pudo evitar sentir el peso del ambiente cargado de tensión. Cuando terminó, Alexander habló de nuevo, su tono más suave pero no menos imperioso.

—Vuelve en diez minutos con otra ronda.

Emilia asintió y salió del despacho, su corazón latiendo con fuerza mientras recorría el pasillo de regreso a la cocina donde guardó el vodka en la heladera.

Diez minutos después, Emilia regresó con la bandeja cargando una hielera y la botella de vodka, pero esta vez algo la detuvo frente a la puerta cerrada. Desde el interior llegaban sonidos ambiguos: murmullos apagados, risas bajas y algo que no pudo identificar con claridad. Dudó por un momento, preguntándose si debía entrar o regresar más tarde. Finalmente, llamó con suavidad.

—Espera un momento —respondió Alexander desde el otro lado, su voz grave y controlada.

Emilia aguardó en el pasillo, la bandeja equilibrada en sus manos, mientras su mente imaginaba escenarios que la incomodaban más de lo que quería admitir. Diez minutos después, la puerta se abrió, revelando a Alexander con su camisa desabotonada hasta el ombligo. Su mandíbula y labios estaban marcados con trazos de carmín que hablaban de una intimidad reciente.

—Puedes pasar —dijo con un tono que parecía un desafío velado.

Emilia entró evitando mirar directamente a Alexander o a Katerina, pero el ambiente cargado era ineludible. Rellenó los vasos con vodka, repitiendo la operación anterior, dejándolos sobre la mesa y se giró para retirarse.

—Señorita Collins —llamó Alexander, deteniéndola en seco.

Ella se giró lentamente hasta encontrar sus ojos. Había algo oscuro y calculador en ellos, un peso que parecía absorber toda la luz del despacho.

—¿Sí, señor Sidorov?

—¿Alguna vez ha considerado un trabajo más lucrativo? —preguntó, pronunciando cada palabra con deliberación.

El corazón de Emilia se aceleró mientras el significado de su oferta permanecía flotando en el aire, tan tangible como el carmín en su piel. No sabía si lo que sentía era miedo, respeto, humillación o furia.

Sin embargo, no podía negar la morbosa curiosidad que comenzaba a surgir en su cabeza por el hombre que tenía frente a ella. Aquella mirada oscura y calculadora la perturbaba, pero también la intrigaba.

¿Cómo alguien podía tener esa mirada? ¿Qué esperaba de ella? ¿Cuáles eran sus verdaderos planes?

Emilia quería hacerle un montón de preguntas, en especial, deseaba indagar sobre el trabajo que su hermana Ana hizo dos años atrás.

¿Le haría el mismo ofrecimiento?

Su turno había tomado un giro inesperado esa noche. Primero se encontró con el jefe, ahora lo tenía en frente, haciéndole una propuesta dudosa.

Emilia no sabía lo que le depararía el futuro al final, pero era seguro que no desperdiciaría esa oportunidad.

—¿Qué clase de trabajo?

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