Emilia bajó del autobús acusando el cansancio acumulado de los días recientes y de esa larga y accidentada noche de trabajo.
Caminaba despacio hacia su apartamento, perdida entre la niebla de su memoria, sintiendo una fuerte resistencia a llegar a una casa donde solo habitaban los fantasmas.
El eco de sus pasos resonaba en las calles casi desiertas; a esa hora de la madrugada, solo los empleados de turnos nocturnos llegaban a sus hogares buscando sus camas suaves para descansar. Sin embargo, a pesar de ser una zona pobre, no había tantas personas esclavizadas a esos horarios casi inhumanos. Tampoco importaba mucho, a Emilia le daba lo mismo si la calle estaba vacía o llena, si era de noche o de día.
En realidad, poco a poco, la pelinegra se estaba sumiendo en un estado de frigidez emocional. Incluso Ana comenzaba a desaparecer entre tantas sensaciones turbulentas y pensamientos difusos.
La noche estaba especialmente oscura, las nubes naranjas y tormentosas cubrían la escasa luz de la