El sol descendía lentamente sobre el mar Egeo, pintando el cielo de tonos dorados, rosados y anaranjados, como si el mundo entero celebrara algo sagrado.
Alicia observaba el horizonte desde la terraza de su villa, con los pies descalzos sobre el mármol tibio y el corazón latiendo con fuerza incontrolable.
El rumor de las olas abajo era un susurro constante, pero en su interior había un estruendo que no lograba acallar.
Esta noche.
Tenía que ser esta noche.
Había pensado de mil maneras de como decir a Dante. Pero ahora entendía que no existían los momentos perfectos.
Solo existía el coraje de dar un paso, aun cuando el miedo te temblara en las venas.
Sostuvo su vientre aún plano con una mano temblorosa, imaginando la vida que crecía en su interior.
Su bebé.
El hijo —o hija— que había sido concebido con cariño o amor aunque ninguno de los dos lo hubiera dicho en voz alta todavía.
Un leve crujido en el suelo la hizo girarse.
Allí estaba Dante, vestido informalmente con una camisa blanca