El despacho de Alessandro Morgan era tan imponente como su reputación. Paredes cubiertas de estanterías con libros de cuero, una chimenea encendida que proyectaba sombras sobre los muebles de roble macizo, y en el centro, el escritorio donde tantas decisiones multimillonarias habían sido tomadas. Por encima de su escritorio estaban las Fotografías de sus hijos, Alicia Michelle, Sofia, Alexandra y Aaron Morgan.

Dante Moretti entró al lugar con la misma seguridad con la que gobernaba Italia, pero en aquel espacio, en ese momento, era solo un hombre enfrentándose al padre de la mujer que llevaría su apellido.

Alessandro no se levantó de su silla. Mantuvo la mirada fija en los papeles que sostenía entre sus manos antes de dejarlos a un lado y mirar a Dante con intensidad.

—Cierra la puerta —ordenó, con un tono que no permitía discusión.

Dante obedeció, sin decir palabra.

—Tienes cinco minutos —añadió Alessandro—. Pero escucha bien lo que voy a decirte, Moretti, porque solo lo diré una vez