La camioneta negra avanzaba con solemnidad por la entrada empedrada de la Mansión Morgan, el cielo de Nueva York estaba cubierto de nubes grises, como si incluso el clima presintiera la tensión que se aproximaba. Las rejas de hierro forjado se abrieron como si reconocieran el poder del hombre que estaba por pisar ese suelo: Dante Moretti.
Alicia, sentada junto a él, no podía dejar de observar cómo la mansión familiar parecía más imponente que nunca. Los años no habían hecho más que enriquecer la ostentación con la que su padre vivía, como si cada piedra, cada ventana, cada columna griega de mármol blanco estuviera dispuesta a recordarle al mundo quién era Alessandro Morgan.
Pero ese día, la realeza estadounidense iba a enfrentar al imperio italiano.
El coche se detuvo frente a la escalinata principal. Un mayordomo, dos asistentes personales y la jefa de servicio salieron a recibirlos. Pero sus saludos murieron apenas Dante descendió del vehículo. Su sola presencia dominaba el aire. Al