La lancha se balanceaba suavemente con las olas mientras la isla se revelaba lentamente ante los ojos de Alicia y Sofía. El sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos cálidos que se fundían con el turquesa del mar. Era una imagen tan serena que por un instante, Alicia sintió que el tiempo se detenía. Que el dolor, la angustia, y el vacío que la habían acompañado por meses, se disolvían un poco con cada respiro que tomaba en ese lugar.
Sofía sostenía su mano con fuerza, y Alicia notaba en los ojos verdes de su hermana una emoción pura, una mezcla de alivio y esperanza que le dio valor. El viaje había sido largo, pero no solo en distancia: era como si hubieran cruzado una frontera invisible entre la pérdida y una posibilidad de paz.
—Estamos aquí —susurró Sofía con una sonrisa temblorosa—. Todo va a estar bien.
El muelle los recibió con los brazos abiertos. Abril fue la primera en acercarse, con una sonrisa amplia y sincera.
—¡Bienvenidas! —exclamó con calidez—