5. El Juramento

Los murmullos fueron como cuchillos que se hundieron despacio, pero con precisión quirúrgica. No necesitaba escuchar cada palabra para saber que hablaban de ella. El murmullo contenido, las miradas furtivas, los labios que se torcían en sonrisas cínicas, todo lo decía sin necesidad de que nadie lo pronunciara en voz alta.

El café barato donde se había refugiado olía a café recalentado y pan duro. Shaya había escogido aquel rincón tratando de pasar desapercibida, con sus ropas gastadas, el abrigo demasiado delgado para el invierno y los ojos aún húmedos por las lágrimas que no lograba controlar. Pero la pantalla del televisor colgado en la pared había sellado su condena allí estaba Santiago Pavón, su esposo, el hombre que acababa de expulsarla a la miseria como si fuera basura.

Sonreía para las cámaras, con una mujer mucho más joven del brazo. Ella, con un vestido lujoso y una corona simbólica en la cabeza —parte de un evento social —era presentada por los noticieros como “la reina que había conquistado el corazón del magnate”. “La amante coronada”, titularon sin pudor, mientras el mundo entero celebraba el nuevo romance como si se tratara de un cuento de hadas.

Y Shaya, en ese mismo instante, estaba sentada en un café que apestaba a grasa y humo, con las manos temblando de frío, con el corazón hecho trizas.

Los murmullos crecieron.

—¿No es esa la exesposa?

—Mírala, mírala bien. Qué caída…

—Debe doler ver cómo la reemplazan tan fácil.

No lo sabían, o tal vez sí, que cada palabra retumbaba en ella como un martillo golpeando su dignidad. Shaya sintió que el aire se le acababa. El café se volvió irrespirable, demasiado pequeño, demasiado hostil. Con movimientos torpes, casi automáticos, se levantó de la mesa y salió, sin mirar a nadie, con el rostro enrojecido y el corazón latiendo a un ritmo desbocado.

La nieve caía con furia en las calles vacías. El viento le golpeó el rostro como una bofetada, pero al menos afuera podía respirar. Caminó sin rumbo, con los pasos pesados, tropezando con la acera helada, alejándose de aquel lugar que la había reducido aún más.

La vergüenza la cubría como una segunda piel. Sentía que todos la señalaban, que todos sabían que ella era la mujer echada, la repudiada, la desechada. La impotencia subía como fuego, quemándole las entrañas. Había sido la esposa legítima, la dueña de una parte de aquel imperio, y ahora no tenía nada. Nada. Ni dinero, ni hogar, ni orgullo.

Sus piernas se debilitaron y, sin darse cuenta, cayó de rodillas en medio de una calle vacía. El frío del suelo atravesó el pantalón delgado, pero ella no se movió. Las lágrimas brotaron con violencia, empañando su visión. La nieve seguía cayendo, cubriéndola lentamente, como si la tierra misma quisiera sepultarla en ese instante.

Allí, sola, rota, en el corazón de la noche más cruel de su vida, Shaya Moore tomó una decisión.

Se obligó a levantar la cabeza, a mirar el cielo oscuro. El vapor de su aliento se mezclaba con el aire gélido. Sus labios temblaron, pero lograron pronunciar un juramento, un pacto sellado con la desesperación.

—No volveré a ser débil —susurró, con la voz quebrada, pero cargada de un fuego que recién comenzaba a nacer —No volveré a arrodillarme ante nadie.

El eco de sus palabras murió en la calle vacía, pero dentro de ella resonó con una fuerza imposible de ignorar. La humillación, el dolor, la traición, todo se convirtió en una llama oscura que empezaba a crecer. Una sombra emergía desde lo más profundo de su alma, alimentada por el odio, la rabia y la necesidad de sobrevivir.

Shaya dejó de llorar. Su respiración seguía entrecortada, pero sus ojos, hinchados y rojos, brillaban con una determinación feroz. Esa noche había muerto la mujer sumisa que había amado a Santiago con devoción. Esa noche había nacido otra: una mujer capaz de hundirse en la sombra, de endurecer su corazón, de forjar su propio destino aunque tuviera que arrastrarse por la oscuridad para lograrlo.

Se puso de pie con esfuerzo. Sus rodillas dolían, sus manos estaban heladas, y sin embargo sintió que su cuerpo respondía a una nueva energía. Caminó de nuevo, más erguida, más consciente de que la nieve y el frío ya no eran sus enemigos, sino testigos de su transformación.

A cada paso, la sombra dentro de ella se fortalecía. Ya no sentía lástima de sí misma; sentía furia. La imagen de Santiago, riendo con su amante coronada, se grabó en su mente como una cicatriz ardiente. Lo vería caer. Lo vería perder lo que más amaba. Y cuando llegara ese día, él sabría que la mujer que había humillado en plena calle no había desaparecido: se había convertido en su peor amenaza.

Las horas pasaron, y Shaya vagó por las calles sin rumbo fijo. Las luces de la ciudad le parecían frías, indiferentes. Los escaparates llenos de lujos que alguna vez había comprado con una tarjeta a su nombre ahora eran vitrinas inalcanzables. Pero no lloró más. Había cruzado una frontera invisible dentro de sí misma.

El hambre le retorcía el estómago, el frío le mordía los huesos, pero lo único que realmente sentía era la voz interior repitiendo el juramento no volver a ser débil.

En algún punto de la madrugada, encontró un edificio abandonado y entró a refugiarse. No había calefacción, apenas paredes desnudas y polvo, pero al menos la protegía del viento cortante. Se acurrucó en un rincón, abrazándose las piernas, y en medio de la oscuridad sus pensamientos eran claros como nunca antes.

—Te tendré, Santiago Pavón —murmuró —Tendré tu poder, tu respeto, y tu caída.

No sabía cómo, ni cuándo. Pero lo juraba. Lo juraba con cada fibra de su cuerpo helado, con cada lágrima derramada, con cada grano de nieve que le había cubierto la piel esa noche.

La Shaya débil había muerto en la nieve. La nueva Shaya, la que se levantaba de sus rodillas para convertirse en sombra, había nacido para reclamar lo que le fue arrebatado.

Y en el silencio, casi como un presagio, el viento nocturno aulló como si la misma ciudad hubiera escuchado su juramento.

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