4. La amante coronada
El frío calaba hasta los huesos. Shaya no podía dejar de temblar. Cada ráfaga de viento le arrancaba un gemido ahogado, y el abrigo delgado que llevaba parecía una burla frente a la furia del invierno. Sentía los dedos de las manos y de los pies entumecidos, como si estuvieran hechos de piedra.
Por un instante pensó en dejarse caer sobre la nieve. Cerró los ojos y se imaginó hundirse allí mismo, dejar que el cansancio y la tristeza la consumieran. Pero entonces, como un destello absurdo en medio de la oscuridad, vino a su mente un recuerdo un documental de supervivencia que había visto en la televisión, años atrás, mientras aún vivía en la mansión.
“En temperaturas bajo cero, lo más importante es mantenerse en movimiento. Caminar. Correr si es posible. No dejes que tu cuerpo se rinda, o la hipotermia lo hará por ti”.
La voz del narrador resonó en su cabeza como si estuviera allí mismo, dándole órdenes. Shaya apretó los dientes. Si se detenía, estaba perdida.
Respirando con dificultad, se obligó a mover un pie, y luego el otro. El crujido de la nieve bajo sus pies desnudos fue un recordatorio de que aún podía seguir. Paso a paso, con el viento golpeando su rostro, avanzó.
Cada movimiento era un reto. Sus piernas parecían de plomo, pero el calor mínimo que generaba al caminar evitaba que se congelara. No sabía hacia dónde iba; solo sabía que no podía detenerse.
Tras varias calles, sus ojos enrojecidos captaron un resplandor distinto un escaparate iluminado, donde los electrodomésticos brillaban como trofeos en medio de la oscuridad de la ciudad. Televisores, hornos, lavadoras, todos expuestos con precios desorbitantes que ahora le parecían tan lejanos como las estrellas.
Se detuvo frente al cristal, buscando un refugio momentáneo. Su respiración empañaba el vidrio mientras miraba, sin interés real, hasta que uno de los televisores encendidos captó su atención.
Allí, en plena transmisión de un noticiero nocturno, apareció él.
Santiago Pavón.
Su corazón dio un vuelco doloroso. El hombre que la había abandonado apenas horas atrás, el mismo que le había arrancado todo, se mostraba en pantalla con la misma elegancia impecable de siempre. El traje a medida, la sonrisa calculada, la mirada de tiburón acostumbrada a dominar cualquier espacio. Pero no estaba solo.
A su lado, tomada de su brazo, una mujer joven y radiante lo miraba con adoración. Su cabello castaño perfectamente ondulado brillaba bajo las luces de las cámaras. Sus labios pintados de rojo carmesí parecían un sello de victoria.
El titular en letras mayúsculas se desplegaba como un cuchillo en el pecho de Shaya.
“Santiago Pavón presenta oficialmente a su pareja. La nueva reina del magnate.”
Shaya se llevó una mano a la boca, ahogando un sollozo. Las piernas le temblaron tanto que tuvo que apoyarse contra el escaparate para no desplomarse allí mismo.
Era como si la tierra hubiera decidido tragarse su dignidad entera en un segundo.
Las imágenes continuaban Santiago y su nueva amante entrando en un hotel de lujo, rodeados de flashes y periodistas. Ella, con un vestido brillante que resaltaba cada curva de su juventud, sonreía como si hubiera conquistado el mundo. Y él… él la miraba con ternura. Una ternura que jamás mostró frente a las cámaras cuando estaba con Shaya.
“Mi reina”, había dicho el presentador al describirla. “La mujer que ha robado el corazón del magnate”.
Cada palabra era un latigazo.
Shaya retrocedió tambaleante. No podía seguir mirando, pero la pantalla parecía hipnotizarla. ¿Cómo podía él humillarla de esa forma? Apenas había firmado el divorcio. Apenas la había echado a la nieve como a una intrusa. Y ahora, ya coronaba a otra, más joven, más hermosa, como su nueva reina.
Sus lágrimas comenzaron a correr sin control.
Buscando escapar de la multitud invisible que la señalaba desde esa pantalla, caminó apresurada hasta encontrar un café barato, abierto aún a esas horas. Entró con pasos inseguros, dejando tras de sí un rastro de nieve derretida.
El lugar era modesto, con mesas de madera gastada y una máquina de café que hacía más ruido del necesario. Se sentó en un rincón, con la espalda encorvada, tratando de recuperar el aliento. A diferencia del otro cafe esta estaba abierta.
Pero incluso allí, la pesadilla la persiguió. Una televisión pequeña colgada en la pared transmitía el mismo noticiero. Y allí estaba de nuevo Santiago, sonriendo para el mundo mientras su amante recibía flores y elogios.
Shaya sintió cómo las miradas de los pocos clientes presentes se clavaban en ella. En su mente, todos sabían quién era, todos estaban comentando en silencio “Miren, esa es la ex esposa. La que fue reemplazada como un vestido viejo”.
El murmullo de voces ajenas se mezclaba con el zumbido de su propia vergüenza.
Se cubrió el rostro con ambas manos y lloró. Lloró con la garganta cerrada, con los hombros sacudidos por el peso de la traición.
Recordó cada palabra cruel que Santiago le había dicho horas atrás “Ya no eres nada. Todo me pertenece. Sal de mi vida”. Y ahora, esas palabras tenían un eco público, una confirmación frente al mundo.
Mientras se ahogaba en sus lágrimas, algo se quebraba dentro de ella.
El dolor era insoportable, pero bajo ese mar de sufrimiento, la chispa de rabia que había sentido antes comenzó a crecer. Si antes fue apenas un destello, ahora era una llama débil, pero constante.
Porque entendió algo con claridad aterradora: Santiago no solo quería librarse de ella. Quería destruirla. Quería borrar su existencia como si nunca hubiera sido parte de su imperio. Quería humillarla hasta el último rincón de la ciudad.
Y Shaya, temblando en aquel café barato, con las mejillas mojadas de lágrimas y la mirada perdida, comenzó a hacer un juramento silencioso.
No sabía cómo, no sabía cuándo, pero juró que un día él también sentiría frío. El frío de perderlo todo.
La transmisión en la televisión cambió a otra noticia irrelevante, pero para Shaya nada sería igual. Esa noche, bajo la tormenta, desterrada y humillada, nació algo nuevo en su interior.
No la esposa traicionada. No la mujer rota.
Sino la semilla de una reina oscura.
Una que no sería coronada por el amor de un hombre, sino por el poder de su propia venganza.
La nieve seguía cayendo sobre la ciudad. Afuera, el viento aullaba. Pero dentro de Shaya, el invierno ya no era solo dolor: era el comienzo de su transformación.