Los días pasaban, ese día no entró por las ventanas, se posó en la madera como si estuviera cansada.
Afuera, el canal tiraba hilos de reflejos que subían por las paredes y se apagaban en el techo.
Dentro, la casa había aprendido el idioma de un cuerpo pequeño, cada crujido se volvía pregunta, cada silencio, una tregua.
Era temprano, pero el tiempo en Coconut Grove ya no usaba reloj.
Valentín puso una toalla sobre la cómoda y extendió al lado un cuenco con agua tibia.
El vapor levantó un velo en el espejo y trazó, con pereza, la silueta borrosa de un hombre con los hombros tensos y una sonrisa de aprendiz.
Acomodó a Arturito boca arriba, sobre la toalla, y el niño lo miró con la gravedad absurda de los recién nacidos.
—No te resbales, campeón —bromeó, acercando los dedos a la nuca diminuta, como si fueran grúas delicadas. Cantó bajito una melodía sin nombre, frasecitas italianas y silbidos, mientras mojaba la esponja y se la pasaba por la frente, la nariz, los pómulos—. Esto es como el