La pantalla mostraba una imagen difusa, captada por una cámara de seguridad.
Era poco después de las 2:14 a. m. El silencio de la sala policial se mezclaba con el zumbido estático del monitor y el ocasional golpeteo de un tubo fluorescente parpadeante sobre sus cabezas.
En la imagen, una calle lateral mal iluminada, húmeda por la lluvia reciente. Un sedán gris de vidrios polarizados aparecía lentamente, reptando como una sombra sin dueño, y se internaba en el estrecho callejón junto al Hotel Rossi.
Un oficial tragó saliva.
Otro, sin darse cuenta, apretó el bolígrafo entre los dedos hasta hacerlo crujir.
La tensión impregnaba el aire con el mismo peso que una tormenta a punto de desatarse. Los agentes del departamento de policía de Miami miraban en silencio.
—Allí, detenlo… —dijo uno, acercándose al monitor. Retrocedieron el video unos segundos. El rostro del conductor apareció por un breve instante.
—Ese es el Mono —murmuró otro agente, un tipo con acento de Hialeah y ojeras perpetuas