El despacho de Valentín Moretti olía a cuero viejo, roble recién pulido y un leve rastro de pólvora que se aferraba a su chaqueta como un perfume de guerra.
Fuera, las luces de Miami temblaban como brasas agitadas por el viento cálido del Atlántico; dentro, todo era penumbra dorada delineada por una lámpara banquero.
Sobre la mesa reposaba un vaso de whisky ámbar que apenas tocaba, el ángulo de sus dedos temblaba lo suficiente para delatar la carga emocional que sostenía.
Se apoyó en el alféizar de la ventana y se contempló en el reflejo, un general victorioso cansado, los ojos estaban cargados de un brillo que no era miedo, sino vértigo, como quien mira un abismo hermoso y mortal a la vez.
"Un bebé… el único territorio que aún no sé gobernar." "¿Cómo se cría algo tan frágil entre pólvora y traición?"
La puerta se entornó y asomó Tony “El Gordo”, contramaestre de puertos y eterno alivio cómico.
El olor a sal y tabaco lo precedía.
—¡jefe! Traje las nuevas rutas de los contenedores—. En