La terraza del Hotel Rossi estaba casi vacía, bañada por una luz dorada que el atardecer proyectaba sobre los ventanales de vidrio tintado. Alma se sentaba en una de las esquinas más discretas, con la espalda recta, el rostro serio y una copa de vino blanco en una mano. El viento movía apenas los mechones de su cabello y su mirada estaba fija en el cuaderno de cuero negro que descansaba sobre sus piernas cruzadas.
Pasaba las páginas con lentitud, deteniéndose en frases subrayadas con tinta roja. Una de ellas, en particular, le provocó un gesto leve, como de burla triste.
Nunca te ensucies las manos... pero asegúrate de que todos sepan que puedes hacerlo.
—¿Y cómo se logra eso, papá? —susurró Alma, dejando la copa sobre la mesa.
Avanzó unas páginas más hasta encontrar una anécdota firmada con iniciales y fechas.
Lo aprendí tarde. En los primeros años, quise ser el que lo hacía todo. El que golpeaba, el que gritaba, el que apretaba el gatillo. Creía que eso me haría respetar y sí, algun