La puerta del copiloto intentó abrirse y no pudo. La de atrás cedió de súbito, con un quejido largo; de ella cayó Tony. Su traje, o lo que quedaba, estaba pegado a la piel como un papel viejo; la cara era una máscara del infierno, sin embargo, bajo el hollín y la carne abierta, sus ojos todavía buscaban. Se arrastró dos pasos, las uñas dejando marcas en el cemento, mientras el humo se pegaba a la luz y hacía figuras obscenas.
—Val… —intentó decir, y la lengua le colgó un poco, indecisa, como si también dudara de su lealtad.
Valentín dio un paso hacia él por puro reflejo, como si una parte intacta de su juventud lo empujara, pero Enzo le cerró el paso con un brazo de hierro.
—No —dijo Enzo en seco, clavando los ojos en los de su jefe, no en Tony—. Ya no.
Tony se detuvo, como si esas dos palabras fueran una pared. Miró el techo con una mirada que ya no miraba nada, y la vida se le despegó del cuerpo con un suspiro breve, casi educado. Quedó boca abajo, como un pecado que por fin se cans